Noche de verano, calurosa y agobiante, miro al cielo y la veo ahí, menguante
está la luna, acompañada por millones de estrellas que iluminan la oscuridad de
aquel misterioso cielo. De repente y como por arte de magia comienza a soplar
una brisa, la copa de los árboles empieza a resonar, como si se acercara la tormenta.
Puedo sentir lo que se avecina. No me pregunten porqué pero lo siento.
Minutos después veo un telón de nubes que cubre el cielo y las primeras
gotas comienzan a caer; caen con fuerza, y no me importa nada, dejo que me
mojen, que recorran mi cuerpo.
Siento el césped húmedo con la planta de mis pies, el viento en mi cara, que
alivia éste sofocante calor, hago entonces una respiración profunda y exhalo
lentamente con los ojos bien cerrados, y sonrío por primera vez. Me es
inevitable sentirme así de libre, siento paz interna, y la felicidad me invade todo
el cuerpo y me estremezco.
Lentamente elevo mis brazos, y mis pies comienzan a moverse, giro sobre mi
eje, y comienzo a dar vueltas y vueltas, no puedo parar, es una sensación
hermosa. Y sonrío nuevamente, sí, sonrío
de felicidad, somos el viento, la lluvia, un hechizo y yo en esta noche en
pleno enero, y nadie más. Solo nosotros.
Y caigo al cielo que se refleja en los charcos que se han formado en el césped.
No me importa ya más nada, que éste momento, esto que siento es la plenitud
total, no quiero que pare, no quiero que se termine, solo deseo que siga, que
no se detenga. Y le ruego a los dioses, ver el relámpago en aquel tormentoso cielo;
si, por favor necesito escucharlo, sentirlo y luego, segundos más tarde ese rayo
me atraviese, me parta el alma en dos, me mate.
Char Giordano.
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